El libro ‘El rostro de la consanguinidad’ repasa los mecanismos biológicos y contextuales que hay tras una relación amorosa.

La genética es mucho más que una rama de la biología que estudia cómo los caracteres hereditarios se transmiten de generación en generación. La genética se encarga de esto, pero, además, nos permite realizar muchas otras actividades, como curar enfermedades o atrapar a asesinos. También es una herramienta de inmenso valor para comprender el comportamiento humano.
En BeWay, trabajamos día a día para desentrañar cuáles son los factores que explican nuestras decisiones. Para eso, contamos con un nutrido grupo de profesionales entre los que se cuenta Francisco Ceballos, doctor en biología, especializado en genética humana y bioestadística.
Junto a Román Vilas, también doctor en biología, y Gonzalo Álvarez, catedrático de genética en la Universidad de Santiago de Compostela, Francisco Ceballos acaba de publicar El rostro de la consanguinidad (USC), un libro que explora la complejidad de este fenómeno a través de un ameno repaso por mitos y hechos de nuestra Historia.
«La decisión de con quién tenemos un hijo es lo que marca la siguiente generación”, advierte Francisco Ceballos. Centrado actualmente en el estudio del comportamiento humano en BeWay, el experto relaciona lo expuesto en su libro con uno de los comportamientos más primitivos y decisivos para la humanidad: la reproducción.
«El comportamiento de ‘yo me caso dentro mi mismo grupo para buscar a alguien que sea similar a mí‘ es muy común, por ejemplo», ilustra Ceballos. Lejos de lo que podíamos esperar en un mundo globalizado, en el que cada vez es más común el intercambio de culturas, según el genetista, los seres humanos tendemos a emparejarnos y a tener hijos con personas similares a nosotros.
Adiós al mito de los polos opuestos
Sus palabras se ven corroboradas por distintos estudios. El más reciente, publicado en septiembre de 2023 por la revista Nature Human Behavior. En su conclusión, destierra uno de los tópicos amorosos más recurrentes: los polos opuestos, al parecer, no se atraen.
Tras analizar 133 rasgos de 80.000 parejas, el trabajo concluyó que el 89% de todos ellos eran similares. En un comunicado, la autora principal, Tanya Horwitz, investigadora del departamento de psicología y neurociencia y del Instituto de Genética del Comportamiento de la Universidad de Colorado en Boulder (Estados Unidos), empleaba una graciosa metáfora para explicar sus hallazgos: «Nuestros hallazgos demuestran que las aves del mismo plumaje tienen más probabilidades de juntarse».
«Estos resultados sugieren que, incluso en situaciones en las que tenemos la sensación de poder elegir sobre nuestras relaciones, pueden existir mecanismos entre bastidores de los que no somos plenamente conscientes», sentenciaba Horwitz. Ceballos, incluso, se muestra más contundente: “No somos libres en la elección de la pareja. Es mucho más genético, mucho más de contexto y de comportamiento de lo que pensamos”.
Puede que el lector todavía no entienda la profundidad de esta conclusión, pero El rostro de la consanguinidad es la prueba de que con quién tenemos hijos, la forma en la que nos relacionamos sexualmente, tiene consecuencias inimaginables. Para muestra, la teoría WEIRD (acrónimo de Western, Educated, Industrializated, Rich y Democractic), desarrollada por el presidente del Departamento de Biología Evolutiva Humana en la Universidad de Harvard, Joseph Heinrich.
Según este experto, entre los miles de millones de personas del mundo hay una pequeña proporción de weirds, de gente rara, vaya. Y ¿quiénes son? Pues nada más y nada menos que todo aquel que habita en el mundo occidental.
Estas personas, en términos generales, son individualistas, analíticas, individuos que asumen la responsabilidad como algo personal, que están en contra del nepotismo y que se sienten culpables cuando se portan mal.
En el otro lado, está la mayoría no weird, que se identifica con los valores de familia ––entendida como tribu o clan––, en la que el nepotismo rige sus acciones. Este grupo piensa de una manera más o menos holística, asume la responsabilidad de lo que hace la comunidad y siente vergüenza cando se portan mal ––o alguien de su familia––, pero no culpa.
El matrimonio, fuera de la familia
Ahora bien, la pregunta es: ¿quién tiene la culpa del comportamiento weird? Pues resulta que con la Iglesia hemos topao‘.
La teoría de por qué los occidentales son las personas más raras del mundo viene sustentada por lo que Heinrich denomina el Programa de Matrimonio y Familia de la Iglesia Católica Romana. Según él, la primera reconfiguración weird comenzó con la lectura, algo que fomentó la institución para poder enseñar la Biblia.
Dicha actividad provocó un cambio en el cableado cerebral que llevó, entre otras cosas, a implantar un pensamiento más crítico entre los occidentales. Como bien insiste Ceballos durante toda la conversación, biología y contexto están más unidas de lo que nos podemos imaginar.
Si bien, la Iglesia no sólo se encargó de extender la lectura; hizo algo más: prohibir la poligamia, el divorcio, el matrimonio con primos hermanos y terminar con la tradición del clan. El Programa de Matrimonio y Familia de la Iglesia Católica Romana es el ejemplo perfecto de lo que señala Ceballos: la forma en la que nos relacionamos marca el futuro de las siguientes generaciones.
Ahora mismo, puede que estés pensando: «Oigan, que entre reyes se casaban todos con todos». Efectivamente. Como bien recuerda el libro, si por algo eran conocidos los Austrias era por el lema Bella gerant alii, tu felix Austria nube (Que otros hagan guerras. Tú, feliz Austria, cásate).
Su estrategia para dominar buena parte de Europa fue el matrimonio entre miembros emparentados: primos con primos, tíos y sobrinas… Bula papal y apañado.
La política matrimonial de esta dinastía, probablemente, será siempre recordada por la desdicha de Carlos II, apodado El Hechizado, que no tuvo descendencia. Según las investigaciones hechas por el mismo grupo de expertos que ha escrito el libro, Felipe el Hermoso, uno de sus ascendentes, tenía un grado de consanguinidad del 0,025. El de Carlos II era de 0,25, lo que implica que el 25% de sus genes estaban repetidos, al haber recibido la misma copia de su madre y de su padre.
Pero, si la endogamia fuera la única culpable de este tema, ¿qué pasa con su hermana María Teresa de Austria? Logró tener descendencia, murió a los 44 años y, según parece, no fue a causa de una enfermedad. Las malas lenguas dicen que fue envenenada.
Una realidad compleja
Cuando dos personas engendran un bebé, trasmiten sus genes, sí, pero estos luego bailan y bailan hasta ocupar su asiento. En esta mezcla, puede haber beneficios y perjuicios. Como apunta Ceballos, «no son sólo las cartas, también como se reparten”. Uno de los problemas más comunes en ese reparto de cartas es la trisomía 21, que da pie al Síndrome de Down.
La consanguinidad, nos indica el libro, «es una verdad que, a menudo, es más sutil y compleja de lo que imaginamos». Tras su lectura, los autores esperan que, al menos, uno pueda comprender que «el rostro de la consanguinidad no es el de Carlos II».
También, que es perentorio profundizar en ella. Tal y como avanzan «en la opinión de los etólogos Patrick Bateson y Mark Erickson, la evidencia clínica y antropológica sugiere que las prácticas culturales modernas están alterando mecanismos naturales de evitación de consanguinidad, análogos a los que operan en muchas otras especies, lo que explicaría el incremento de la frecuencia de incesto detectado en sociedades industrializadas».
De nuevo, el comportamiento altera la genética y viceversa. En unos años, veremos cuál es su resultado.